13:13 Escuchaba esa canción que minutos antes un amigo me había regalado. De pronto un camión cruza la calle a toda velocidad ¿la casa se mueve?.
13:14 Mi casa jamás se mueve, salvo por aquella anécdota que mamá y papá cuentan. Era precisamente un 19 de septiembre pero de 1985 la última vez que quienes habitaban aquí recuerdan haber sentido algo. La vibración no para, las ventanas hacen ruido. El crujido de la estructura moviéndose me hace salir corriendo por la puerta. Me freno en el jardín, el piso no para de sacudirse, subo las escaleras hacia el garage. Mi corazón se acelera, mi memoria histórica y anecdótica me dicta que si aquí sentimos algo la Ciudad debe estar devastada. La angustia recorre mi cuerpo, no son ni las 13:15 y ya estoy hablando con mi papá. Se sigue moviendo, me dice, pero estoy bien. Cuelgo y marco a mi compañero de vida, mi hermano. Estoy bien, alcancé a salir. La alerta sonó en el momento en el que comenzó todo; colgamos. Mi madre me llama. ¿Estás bien? Sí, respondo en automático, estoy bien ¿y tú?. Yo también, responde. Dos minutos después un mensaje de mi hermano «Hay edificios derrumbados, tengan cuidado» y lo acompaña un video.
No lo creo. Debe ser una mala broma, alguien que está jugando y bromeando. Porque los mexicanos eso hacemos ante la desgracia. Entro, enciendo la televisión, leo Twitter. Mis lágrimas no paran de brotar y no lo entiendo. No me pasó nada ¿por qué me está doliendo el caos y la incertidumbre y las lágrimas desesperadas de la vecina que vio desaparecer ante sus ojos el edificio frente a su casa? Al fondo, ciudadanos confundidos se suben entre los escombros intentando con sus manos liberar la vida que se encuentra debajo.
Tenemos que hacer algo, me escribe mi alma gemela. Vamos a comprar víveres y los mandamos. Vamos a ayudar, lo que sea que que eso signifique. Porque no lo sabemos, porque jamás nos había tocado, porque nacimos dos años después del ’85 y nuestra memoria histórica solamente nos dice que nuestros papás se partieron la madre entre los escombros rescatando vidas. Ninguna lo dice, pero ambas sabemos que hoy nos toca, que hoy somos nuestros padres. Mandamos la ayuda pero no es suficiente para sentirnos en paz.
Miércoles, cuatro amigos recorren la Ciudad buscando como ser útiles. Estacionamos el auto y descargamos la ayuda muchas cuadras atrás de donde se necesita. En el camino nos detienen dueños de restaurantes en una de las zonas más afectadas. ¿Van para allá? ¿Pueden llevarse esto? Y ahí vamos cargados de víveres, palas, herramientas, comida y medicamentos. Caminando llenos de tristeza, de conmoción, de ganas de ayudar y de no saber como hacerlo. Pero como si fuera algo natural te unes a cadenas humanas y levantas el puño y guardas silencio porque hay esperanza de encontrar vida y no te importa que la tuya esté en peligro porque acaba de empezar a salirse el gas de algún lugar cercano al que estás parado. Subes tu mascarilla pero no abandonas la fila; porque esta camioneta que estás llenando se va a Morelos. Allá no ha llegado nada, nos dicen. Es muy tarde para que se vayan, pienso. Pero parece que los héroes han tomado las calles y enfrentan el peligro con tal de llevarle ayuda a quien hace 24 horas lo perdió todo.
Es viernes y nadie bromea aún. ¿Recuerdan cuando dije que el mexicano se ríe de sus desgracias? Quizá es cierto, pero no hoy. Todavía no. La herida está demasiado abierta y el alma demasiado dolida. Cuando la Tierra nos sacude con fuerza el mexicano no se ríe, despierta de su letargo y no se rinde, no conoce el cansancio, ni el hambre, ni la distancia. El corazón del mexicano ruge de dolor y de incertidumbre pero bombea para mantenernos en pie, para que las lágrimas corran mientras los brazos y los pies no se detienen.
@UnaTalAri

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