La abuela Jose siempre me contaba historias mientras batía la masa para los tamales que colocaría más tarde en la ofrenda. Aún recuerdo estar sentada en su mesa y escucharla platicarme su vida mientras la estufa calentaba la salsa y los olores inundaban el ambiente. Un día, con siete años de edad, le pregunté porqué se esmeraba tanto por preparar comida para gente que ya no estaba en este planeta, o al menos eso era lo que yo creía. Sacó su mano de la masa y con suma paciencia tomó la mía, la llevó a su pecho y dijo:
-Preparo esta comida para hacer un poquito más pequeños estos huecos que siento en el pecho. Recuerda mi niña, que cocinar para quien amas siempre sana el alma. Ahora ayúdame a batir y no reniegues que hoy tenemos fiesta.
Así que ahí estaba yo en su cocina, batiendo masa para quien sabe cuantos tamales; separando hojas de maíz y metiéndolas a remojar en agua. Es que ese día, más que su nieta parecía su esclava. Tráeme más agua. Mete esto, saca aquello. No me lo tomen a mal, pero yo ya rogaba porque dieran las cinco de la tarde y mi abuelo llegara a rescatarme. De pronto un sonido familiar; sus pasos cruzan el pasillo hasta el fondo de la casa. Esas botas que retumban en el piso como si se tratara de un gigante.
-¡Abuelo! grito, salto de la silla y salgo corriendo a recibirlo.
-¡Deme mi beso, pero en la frente porque te pican mis bigotes! Y lo hago. Le beso la frente y me aferro a él como si no quisiera que se fuera nunca. Porque la verdad es que es mi mayor deseo, que se quede a mi lado para siempre. Me doy cuenta de que carga unas flores entre amarillas y anaranjadas que huelen muchísimo. Su olor es dulce, pero me genera un sentimiento extraño; como si de pronto la tristeza tuviera aroma. Flor de cempasúchil, dice él que se llaman y las coloca en dos floreros.
Esa tarde el abuelo no juega, prepara una mesa con diferentes niveles y me pide que le ayude. Colocamos veladoras, fotografías de la familia, papel picado de colores, sal, copal, agua, tequila, café, chocolate caliente, calabaza en tacha, dulces, pan de muerto y calaveritas de azúcar. Esto parece una verdadera fiesta, pienso. De pronto los aromas de la cocina invaden el lugar en el que todos estamos terminando de decorar. Sale un platón lleno de tamales calientes y esponjosos, la abuela los coloca frente a la foto del tío Santiago; el abuelo sirve un caballito con el tequila que tanto le gustaba a su hijo. El mole para los bisabuelos y los sopes para todos. La abuela besa la foto de sus padres y de su hijo, mientras su rostro esboza una sonrisa y se toma del brazo de su esposo.
Hoy treinta años después ese recuerdo es mi presente. Mi hija está sentada en la barra de la cocina ayudándome a preparar los platillos favoritos de quienes hace treinta años me enseñaron a honrar la vida y no temerle a la muerte. Porque en México sabemos llorar cuando alguien se va, pero también reímos al recordar. Este bendito país que hace fiesta hasta para los que hoy solamente viven en nuestros recuerdos. No puedo evitar suspirar y sonreír al pensar en las manos de mi abuela batiendo la masa a mi lado y no puedo esperar a que esos pasos de gigante recorran el pasillo y yo pueda aferrarme a su presencia al menos por unas horas. Enciendo la última veladora; me tomo unos segundos para admirar lo que hemos creado, beso las fotos de mis viejitos y se me escapa una sonrisa de oreja a oreja. Porque hoy mi alma siente menos tristeza y más alegría. Entonces me doy cuenta que la abuela tenía razón, estos huequitos en el alma se llenan con amor y buen sazón.
@UnaTalAri
A mis abuelos, que me enseñaron el amor más puro que pueda existir.
A la abuela Jose, cuya cocina siempre fue mi lugar favorito.

Deja un comentario